I
Todavía, que sepa,
no se ha trazado un escrito que considere la sincronicidad con que brilla, en
el calendario estelar de la poesía del siglo pasado, la cifra 1922. Eliot
publica La tierra baldía; se celebra la Semana de Arte Moderno en
São Paulo; César Vallejo publica Trilce.
Seguramente concurren más sucesos que ahora olvido, despegando del campo
anegadizo pero fértil de los estallidos vanguardistas, durante aquel año o sus
inmediaciones. De todas maneras, ya la breve lista bien soportaría la contundencia
de infinitas relaciones y tensiones.
Sorprenden, en esta
época de fragmentación a años luz, el intercambio que mantenían las decenas de
pequeñas publicaciones de poesía del período «vanguardista». En parte gracias a
ellas podemos más que suponer que Vallejo y Girondo, por ejemplo, se leían
entre sí. Sinapsis entre núcleos implosivos. Entre células insurrectas
volcándose a la luz de un continente. Vinculación sincrónica bajo conciencia de
época. Experimentación que, de todos modos, irá perdiendo la inocencia inicial,
cosmopolita aunque imitativa postura o adánica insensatez, para ir adquiriendo
coloraciones semovientes, difusiones de fulgores clandestinos, desviado rumor.
Una ola de insurgencia en cuya diversidad saltaban confundidos anfibios con las
furias. Invención literaria en tanto noción disruptiva, este intento colectivo
de deslectura, encontrará, por fin en Trilce,
otra puesta en alerta ante el uso de la palabra. Poética tan insumisa a las
formas más rumiadas de la lírica, que precipita recursos y significados en aras
abisales de la palabra, y, desde la crudeza recuperada en la palabra, la
transmutante sutileza de sus modulaciones.
Trilce fue
escrito en Lima y en Trujillo, pequeña ciudad colonial de la costa del
Pacífico, en el norte peruano. En aquellos años veinte, la voluntad de ruptura,
en efecto, en gran medida también provenía de las periferias andinas o
costeras. De esa periferia cultural y lingüísticamente bifronte que es el Perú,
la sobreperiferia de las rebeliones estéticas. Mirko Lauer ha caracterizado al
vanguardismo de los años 20 en el Perú, como cosmopolita a la vez que como el
primer movimiento pan-provinciano. En Puno había nacido Carlos Oquendo de Amat,
cuyos 5 metros
de poemas señalarían un incendio de Bengala en la pantalla de un cine nunca
más mudo. También en Puno, cerca de la frontera con Bolivia, el grupo Orkopata
y su Boletín Titikaka (los hermanos Alejandro Peralta y Gamaliel Churata, entre
otros): deslumbrados con Dadá, buscaban integrar el incipiente indigenismo con ciertas
técnicas y estrategias gestuales de las vanguardias. Por su parte, estaba
Adalberto Varallanos, nacido en Huánuco, en plena serranía, quizás el más
desconocido de aquella generación, cuya obra completa, truncada por su muerte
prematura, será publicada casi anónima y tardíamente en Buenos Aires. Más o
menos por entonces, en un artículo, Parra del Riego había presentado, a los
lectores de Lima, la «bohemia trujillana»: referencia a un grupo de escritores
en Trujillo (entre ellos, Antenor Orrego y Alcides Spelucín, que moriría,
exiliado aprista, en Bahía Blanca), en cuya pléyade achispaba Vallejo, quien,
por su parte, era oriundo de la serrana población de Santiago de Chuco.
Fulguraban —primeras
décadas del siglo veinte— los devorados por la cosmópolis. Dos de ellos, en
distintos momentos, vivirán y morirán en Montevideo: Juan Parra del Riego,
«autor de polirritmos de filiación futurista», enamorado del siglo y de la
velocidad; y Xavier Abril, que llevaría una larga vida sin radicar en el Perú.
Abril frecuentará a Vallejo, en París. Y se dedicará a ensayar sobre la poesía
de éste en diversas oportunidades. Otro poeta, Alberto Hidalgo, nacido en
Arequipa, autor de un «índice de poetas modernos» junto a Huidobro y Borges,
vivirá y morirá en Buenos Aires. El propio Vallejo daría ese puntazo del salto:
del éter trujillano a los pasillos parisinos. A su modo, una saga sacrificial.
¿Huyendo de la cárcel de Santiago de Chuco o del ahogo peruano? Se cuenta (no
recuerdo la fuente de la anécdota) que una vez, habiendo ya vivido duramente
durante años en Europa, le preguntaron a Vallejo si no tenía deseos de regresar
a su país. Sí, respondió que sí. Pero luego, pensándolo mejor, después de un
silencio, recordando aquella sociedad de afrimaciones coloniales, prejuiciosa
hasta la violencia, soltó: «—…Pero… esa risita…».
Es llamativa esa
señal del origen no urbano coincidente en ciertos poetas de inequívoco influjo
en nuestra lengua, tanto sobre sus contemporáneos cuanto sobre las generaciones
posteriores. Como Darío, nacido en la aldehuela de Metapa, Vallejo era oriundo
de un sitio que estaba fuera del Mapa. Contrariamente a Darío —otros las
circunstancias y los temperamentos—, Vallejo no creó escuela. Demasiado en su
ambiente habrá cundido, hasta desgastarse, la imagen un tanto enrarecida, cuasi
mortuoria en su marmórea pesantez, del poeta laureado con solemne corona de oro
por un presidente de su país —puede comprobárselo por la fotografía que lo
perpetúa—, de José Santos Chocano, avatar del Poeta clavado a su mayúscula. No
por casualidad fue Vallejo uno de los primeros en admitir las cualidades
renovadoras —en su escritura y en la actitud que la sustenta— de José María
Eguren.
Eguren, quien, por
mera rutina profesoral, viene siendo sindicado desde hace más de medio siglo
como «ingenuo», si no «infantil», cuando en verdad su anacronismo ha sido desde
un principio el del sutil miniaturista, fue ahondando una poética alejada por
igual de la grandilocuencia, la verosimilitud o la manipulación emotiva. A
diferencia de los altisonantes y autoritarios forjadores de modelos, Eguren
encarna otro tipo de poeta, uno sin discurso paralelo al de su pensamiento
lírico, uno cuya incidencia gravita en el apenas del rigor exploratorio de las
formas, de lo encarnado en el verbo, incluso al nivel más soterrado del rumor y
la insignificancia. En la entrevista que le hiciera Vallejo a Eguren, fechada
en febrero de 1918, éste le dirá, a raíz de «sus largos años de aislamiento
literario»: «Yo y usted tenemos que luchar mucho…». Un tiempo después, ya en un
artículo parisino, Vallejo aludiría, en relación al desamparo ambiental, a “La
juventud sin maestros, sola frente a un presente ruinoso y ante un futuro asaz
incierto”.
Luis Cardoza y
Aragón, quien confiesa que, todavía en el período posterior a Trilce, el de la revista Favorables
París Poema, editada junto a Juan Larrea, no comprendía —igual que otros amigos
en común— aquello que estaba escribiendo Vallejo y por entonces les leía, y
que, no pudiendo asimilarlo sino años después, recién escribe en El río, sus
magmáticas memorias:
En Vallejo, lo
óptimo es cuando balbuce y atormentando al lenguaje atormenta y empala la
sintaxis. Uno siente que su poesía nunca termina de pudrirse. A él le sale lava
por la boca, y se explica y arde mejor y dice más cuando la supuración se
antoja incoherente. La poesía sobrepuja la significación. La poesía dice lo que
está diciendo. Su sentido literal es literalmente poético. No son unívocos sus
términos. Un poema es un tejido diáfano de enigmas. Un poeta dice más de lo que
dice. La realidad es inverosímil.
Y en una tarjeta
incluida en los dos números de la revista Favorables Paris Poema (1926) decían
sus directores:
Juan Larrea y César
Vallejo solicitan de Ud., en caso de discrepancia con nuestra actitud, su más
resuelta hostilidad.
Existe toda una
tradición del exilio en la poesía peruana del siglo veinte. César Moro se
exilió triplemente: cambió su nombre natal (se llamaba Alfredo Quíspez Asín),
su lugar de residencia (habitó muchos años en París y luego en México) y su
lengua (escribió casi toda su obra en francés —si bien, vale acotar, un francés
muy personal—, como el chileno Huidobro, el ecuatoriano Gangotena y el español
Larrea, amigo y controvertido exégeta de Vallejo). Otros poetas peruanos
nómades o exiliados por voluntad artística: Jorge Eduardo Eielson, Leopoldo
Chariarse, Armando Rojas. Y otros modos del casi-no-estar: las décadas de
silencio a que se llamó Westphalen; el nomadismo primero y la internación
voluntaria después, de Martín Adán (otro que cambió su nombre); la escasísima
obra de Francisco Bendezú. La deriva y final desaparición de Luis Hernández. Lo
curioso con César Moro es la coincidencia de años de residencia en París con
Vallejo, y el hecho de no se sepa que se hayan siquiera cruzado por allí.
Vallejo, que buscó
diferenciarse de los vanguardistas de su generación u otras, más o menos
pletóricos, más o puros en su rupturismo —a los que de todos modos asimiló—, no
desdeñó los arrastres, siempre posibilitadores, de la tradición —en especial
las vertientes barrocas del Siglo de Oro—, así como incorporó, y pronto derivó,
el reciclar de aquéllas en los influjos modernistas (Darío, Herrera y Reissig).
Esto no significa, sin embargo, que su detonación estuviera exenta de plurales
ingredientes: todas sus influencias, tradicionales, inmediatas,
arcaico-inventadas, recíprocamente desmintiéndose…
Pero, a la vez, este
libro libérrimo implica un salto más allá de las lindes vanguardistas: no
estamos, ya, ante unos experimentos que de todas maneras cuentan (y a su modo
opositor sostienen) con la determinante referencia a las Buenas o Bellas
Letras. No es apenas desobediencia, lo que marca el acontecimiento en Trilce, sino desacato, es decir
meditación (crítica) en el uso de la palabra.
Cabe citar la casi
totalidad del breve artículo de Vallejo «Poesía nueva», compilado en El arte y la revolución:
[…] Los materiales
artísticos que ofrece la vida moderna, han de ser asimilados por el artista y
convertidos en sensibilidad. El radio, por ejemplo, está destinado, más que a
hacernos decir «radio», a despertar nuevos temples nerviosos, más profundas
perspicacias sentimentales, amplificando evidencias y comprensiones y
densificando el amor. La inquietud entonces crece y el soplo de la vida se
aviva. Esta es la cultura verdadera que da el progreso. Este es su único
sentido estético y no el de llenarnos la boca de palabras flamantes. Muchas
veces las voces nuevas pueden faltar. Muchas veces, el poema no dice «avión»,
poseyendo sin embargo, la emoción aviónica, de manera oscura y tácita, pero
efectiva y humana. Tal es la verdadera poesía nueva.
En otras ocasiones,
apenas se alcanza a combinar hábilmente tales o cuales materiales artísticos y
se logra así una imagen más o menos hermosa y perfecta. En este caso, ya no se
trata de una poesía «nueva» a base de palabras nuevas, sino de una poesía
«nueva» a base de metáforas nuevas. Pero, también en este caso, hay error. En
la poesía verdaderamente nueva pueden faltar imágenes nuevas —función ésta de
ingenio y no de genio— pero el creador goza o padece en tal poema, una vida en
que las nuevas relaciones y ritmos de las cosas y los hombres se han hecho
sangre, célula, algo, en fin, que ha sido incorporado vital y orgánicamente en
la sensibilidad. […]
A propósito del
Vallejo de Trilce, podría alegarse lo
que Marcel Schwob escribiera acerca de François Villon:
Adaptaba todo lo que
los demás habían inventado como ejercicios del pensamiento o del lenguaje a
unos sentimientos tan intensos que ya no se reconocía la poesía tradicional.
Vallejo es
antropófago cabal, como le hubiese gustado a Oswald de Andrade, en la medida en
que se consagra a una escritura, cuya sed de asomo al abismo de la
resignificación de todos los lugares, incorpora en consecuencia sedimentos de
múltiples influjos. (Esto liga con Borges, en cuanto al permiso de aspirar a
todas las tradiciones, y con Lezama, proponiendo la imagen participada de
Calibán.) De todos modos, la complejidad de los resultados expresivos en Trilce no es aleatoria, no se trata de
meras aleaciones de materiales y referencias trabajadas bajo consigna, sino,
precisamente, una desprogramación.
Si Trilce desprograma la escritura poética,
es porque exige volver a aprender a leer. Y lo exige en cada relectura: el
asunto nítido o elíptico de los poemas, siempre anida en lo afectivo, pero
aguzándolo hasta impregnar la sintaxis. Ambos, el asunto y la sintaxis,
constituyen un entrelazo. El acontecimiento, en Trilce, es la lectura.
La célebre carta de
Vallejo a Antenor Orrego, tantas veces citada (teniendo al Mariátegui de los
Siete ensayos como célebre iniciador de la serie), sigue siendo la más
explícita profesión de fe:
El libro ha nacido
en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su
estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí una hasta ahora
desconocida obligación sacratísima de hombre y de artista: la de ser libre. Si
no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente
su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo,
y esta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y
verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no
traspasara esa libertad y cayera en el libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes
espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a
morir a fondo para mi pobre ánima viva!
Las versiones del
testimonio sobre Vallejo, así como se intersectan se tachan, no terminan de
encontrarse en una biografía. Las polémicas de continuo suscitadas en torno a
su persona, estarían indicando una complejidad vital, una rasgadura en la
ubicuidad del personaje. O cuán desconocido, o poliédrico, habrá sido. Ya no
importa. La incógnita permanece, herida intacta: la voz escrita desmiente al
personaje.
Vusco volvvver de
golpe el golpe.
Excentricidad: no
mimar un centro. O no presumir, al menos, de ése o algún otro dominio, sino del
irse asumiendo en el desvío. Homenaje in corpore a la periferia. O buscar lo
axial en la maniobra explosiva. Electricidad: la descarga verbal de Trilce, su «violencia
sígnico-sintáctica», que no encaja, con todo, con los embates del gesto
rupturista. Sin espolones formales, grupalidad combativo-defensiva ni
mandamientos de libertad, característicos de la mayoría de los manifiestos o
manifestantes a la vanguardia, Vallejo, en vez de dimanar esa descarga fálica,
abre una indeterminación fustigante. Ostinato rigore. No hay asidero
interpretativo: hay presentación. Desde la sintaxis sobre el lenguaje. O contra
el lenguaje, en la medida en que éste sostuviese resabios de alguna
domesticación.
¿Qué es lo que no se
domestica, en Trilce? ¿Qué permanece
en la avería? Lo altamente expresivo, no expresionista, de algunas pinceladas
oleosas, olas de múltiple sentido, no apaga la sed de enigma. Hay que rastrear
el asunto de los poemas atravesando las «caídas de arquitecto» que menciona
Américo Ferrari: el afecto en tanto potencialidad metamórfica del ánimo pero
también de la lengua que se hace explícita, inmanente. La incógnita trilceana
se manifiesta como energía verbal. Incógnita de la tierra. Incógnita de la
forma. Es el verso de Darío (en el poema «Filosofía»): «Saber ser lo que sois,
enigmas siendo formas». Palabra terrestre y, además, terrenal, que no se somete
a la cruz aterrada por lo crudo o a la moral de la letra ya leída y de antemano
reducida a un pacto de lectura. Al revés: del combate con las letras se
desprende, en Trilce, una vívida
materialidad parlante. Una fabla salvaje. Las palabras y, sobre todo, los
fraseos que las enhebran y erizan, protegen, por fluidos afilados, la
circulación de esa energía, desplazándola de cualquier aposentamiento. No hay
pose de escritor; la voz no se posa para referir más déjà vu; apenas una voz se
expone a su propia intemperie en la nitidez expresiva del lenguaje en tanto
andarivel de terra incognita.
¿Qué es lo indómito
en Trilce? ¿Lo mítico indio, que
constituye una de sus fuentes de inspiración, pathos y sustrato ancestral? ¿A
qué debe su resistencia, después de tantas lecturas suscitadas, sino al hecho
de ser una composición dedicada a la delicadeza del lector? Delicadeza: línea
de puntos suspensivos o costura invisible entre las más remotas regiones del
ser, de la experiencia de ser que, entre lo americano, resalta lo mestizo del
espíritu abarcante. Si es, la delicadeza se hace inclusiva: aun a la disonancia
le hace lugar. Trilce condensa y
relaciona los elementos disonantes hasta vertebrar con ellos un desarrollo
dramático, no un discurso conciliador.
Ser mestizo
implicaría la configuración de algo reunido, aun en la tensión implicada en la
superposición. Es el cruce americano: unanimidad en la cruza, que soporta hasta
la extrapolación de lo más contradictorio, no en la síntesis que resta
singularidad a lo mezclado. Tal vez hasta pudiera hablarse de sincretismo, en
la medida en que esta voz escrita y sus combinatorias, que devuelven el golpe,
se permite una permeabilidad que no es apenas habilidad discursiva, sino buceo
en repliegues y deslindes. Y también por la vía de una deriva sacra, un sesgo de
lo sagrado en la cotidiana sangre, que se alza más acá de la máscara verbal.
Vale tanto lo no dicho, lo implícito en lo dicho, como las formas, amables o
desusadas, crujientes o furtivas, que parecen provenir, desde Trilce, hacia
este lado de la incógnita. Vallejo lleva la tensión en arco hasta el otro lado
del disparo: el blanco, desde luego, es la propia capacidad de leer. Es una
advertencia, una admonición, una reconvención solidaria pero certera: ¿quién se
creerá que es —el lector? Es un llamado de atención sobre el lenguaje en tanto
conductor de pensamiento activo, no sólo conceptual, pensamiento actor, que en
ese reconocimiento de su materialidad, de su máscara, afectivamente se
recupera.
Trilce: galaxia
de dispersiones a la luz del abrasivo de un pronunciar. Aquí la lengua deviene
escucha. Atender hasta el grado de lo microtonal. La energía silábica, que
proviene de otros siglos, atraviesa cada poema en tanto pensamiento magmático.
Pero este pensamiento no se encuadra asimilado a un estilo, como en el
vanguardismo a ultranza atado a sus tics —en la imitación estilizada de un
magma del automatismo linear, por ejemplo—, sino en lo que permite oír por
entre el relieve verbal. En realidad, poca expresión, si uno se atiene a lo que
mandaba en su época: hasta el recurso a los signos de exclamación está sopesado
con ojo preconcretista y combinatoria transmutante. Iniciación desasida, entre
el indio y el letrado; entre el autor de entrelíneas y el lector de indicios;
entre el niño que pregunta por su sitio en el mundo y en ese momento deja de
serlo —la perduración tonal de ese instante asombrado— y el soñador que
atraviesa su aspiración de éter y se mambea de gravedad.
Dionisos sobrio, es
doble ebrio: la translucidez, en Vallejo, atraviesa a la inteligencia. Y la
veracidad de la sensación no abandona a la sensibilidad: del signo cuerpo, el
ánimo corporizado. Y el hambre abierto de la metonimia, que no deja de ser
apetito de nimiedad y de niñez. Además, esa especie de apostura del vencido,
ese orgullo que no es altivez a menos que se lo vea de frente, en tanto mirada
cuestionadora del dolor, a través de su tela de juicio expuesta sobre las cosas
(del dolor). Vallejo debe haber traspasado, en su experiencia, la barrera del
sentido que nos separa de un pensar viviente en el lenguaje: es imposible
verificar esa trayectoria de dardo hacia el curare, pero es indudable que Trilce encuentra qué tocar.
Se habla de un libro
como de un ser que está vivo. Que permanece en un presente, sin diferir de su
propia integridad. Se habla de un libro unánime como de una entereza natural.
Que hace sonreír con cierta perplejidad y de esa manera atrapa, no a las causas
del dolor, pero sí a las formas que lo fijan a la letra. Se habla de un libro
como de alguien con quien se puede mantener, a lo largo de los años, una
conversación que va girando tonalidades porque incita a volver a empezar. Libro
que no se es capaz de memorizar, que rehúye todo esquema en su estructura. Se
habla de este libro como de un puente de apariencia frágil y suma flexibilidad,
en el vaivén sobre los vértigos de leer.
Una cualidad espesa
en los vocablos puestos a vibrar. La palabra en Trilce pronuncia más acá de la voz, o la voz es un canal entre una
laguna ancestral y un sobresalto futuro. Parecería posible un estado de
limpidez, a condición de exponerse hasta hacer de la insuficiencia del lenguaje
un aura connotativa. De algún modo, se está ante el sacrificio del cristiano.
Pero también ante la crudeza de altura andina, que no salvaguarda traducción a
unívoco registro. Mientras el poeta vanguardista se clava al futuro, el
epigonal se atiene al amparo de unos juegos eclipsados por sus reglas. El
desafío que Trilce asume es traspasar
sendos aros votivos y comerse la verbalidad, para no perder el hilo de la
emoción, que es la aventura del sentido.
En Trilce, esta acendrada conciencia de la
materialidad del lenguaje, no desatiende el vínculo basal entre la emoción y el
estilo. Sin embargo, aquí no podría hablarse de estilo, como sería posible
respecto a otro tipo de escritor: Vallejo escribe de manera semejante al
curandero andino de los cactus que se come el dolor. Esta especie de hechicería
semántica, que estaría señalando la no transparencia del lenguaje, su
primordial densidad, ya no alude, de paso, ni al demiurgo incontestable del
Creacionismo, ni al jocoso inventor de metáforas fortuitas, ni al juglar del
espectáculo de las evidencias, ni al experimentador de lo exótico aferrado.
Metamorfosis sintáctica: táctica de supervivencia de la emoción. El
poeta-conector-de-voces, tórnase cada vez menos autor y, por eso, propenso a
otras consideraciones de la intimidad expresada. Tal intimidad (que es un
fraseo) no calca el supuesto de precondición de transparencia en el lenguaje,
puesto que éste hace a lo incondicional. Las palabras son presencias
desmentidas. No siendo neutrales, rotan en torno a su alterna lucidez, no al
reposo por anclaje en lo denotativo o en la vuelta al juicio. Por el contrario,
Trilce se desprende del prejuicio —vigente todavía— del lenguaje en tanto mero medio
y código continente de nociones atrapables. Volatilizadas las rejas del
lenguaje unilateral, lejos de los fundamentalismos estetizantes y la pugna por
la detentación de la última palabra, de pronto se está en otra parte, donde no
se sabe, donde no se sabe cómo, donde no se sabe cómo estar. Inestar.
Inestabilidad. Y sin embargo presencia. Es decir: corporeidad. La lírica más
nítida, corporizada, no es transparente: no confirma simetría con la fórmula
sumisa ni conforma a la moral del significado.
Claro que cuando se
habla del «dolor andino» en Vallejo —pretendiendo aplicar la línea recta a un
hecho tan sinuoso como puede serlo una condición que se reconozca mestiza—, se
tiene la impresión de que lo mejor sería evitar alusiones tan imprecisas. De
hecho, la perplejidad compositiva en Trilce,
indica a las claras una aplicación de orfebre. Fiebre de quien la deja hablar
como forma. Amanuense, no de dominios, sino de intuiciones. La arriesgada
definición, en su apuesta por el relieve connotativo, de las composiciones
trilceanas, favorece el despliegue de las relaciones intuitivas. La lectura
misma se desplaza por líneas de fuga que proponen una diversidad de entradas
simultáneas al texto y a su sentido múltiple. Es otro tipo de realismo,
despegado de verosímiles y pactos de lectura, adonde lo pronunciado realza su
resistencia a ser glosado o decodificado.
Salgamos siempre. Saboreemos
la canción estupenda, la canción dicha
por los labios inferiores del deseo.
Oh prodigiosa doncellez.
Este cuasi presentir
diagonal, en Vallejo, devendría no pertenencia de asomo a ubicaciones. ¿Qué
importancia puede tener cualquier rastreo genealógico ante la contundencia de
este oro de no tener nada? Ubicuidad de cada sílaba: que la lectura sea un
andar a ciegas. Que esa ceguera implique, por lo menos, una nueva estimación
del ver, de la posibilidad del ver que sería un estar escuchando. Escuchar en
el claroscuro de la palabra. ¿Qué habrá al final del desvío continuo? ¿Qué
espera, tras el recodo impasible de lo que nunca se alcanza: una conclusión?
¿Quién quiere ya permanecer idéntico y el mismo (dur)ante el sacudón nervioso
al fluir del trazo significativo en Trilce?
En todo caso,
Vallejo exhala, sin exaltarla, la insularidad de la voz, manifestada sin
embargo mediante esa objetivización agudizada de los recursos formales. El
evento verbal, llevado al envés de lo meramente literario a través de una alta
carga afectiva —sin descuidar esa implacable ambigüedad esencial a todo
afecto—, es más literario no siéndolo: la letra de Trilce recupera el cuerpo.
Se trata de una carnalidad ausente entre la altisonancia dominante de la poesía
más extrovertida de su época. Los usos tipográficos se deslizan en la lectura
en tanto sustrato visivo, el ritmo invade la caligrafía mental, las escenas
están granuladas por miniaturas de accidentes sintácticos. Es la porosidad. Es
el acontecimiento. Es la orfebrería transílabica (que no se remite a la
gimnasia de un conteo o a la proeza de un calce): detención implosiva en lo
mínimo, a manera de un cultivo.
De tanto en tanto
afloran algunas poéticas que no se concebirían sin ahondamiento exhaustivo y
modificante en el campo de la composición. Este acento en lo compositivo, que
prevalece en Trilce en tanto
herizamiento de los diversos y simultáneos estratos del pensar y la sensación
(un pensar y una fenomenología: un lenguaje que se salió a buscar), implica
también acentuar la implícita pregunta del para qué de toda escritura.
En la asunción de un
deseo extremo de escritura, manifiéstase asimismo una voluntad ética, es decir
un permanente cuestionamiento del propio estilo (de vida). Casi una corrosión
desde dentro, o una conversación con la sombra. Sombra que sería la del
lenguaje, revisitado en tanto portador de significaciones que traspasan el
inventario de significados a la mano. En la complejidad sintáctica de Trilce, a veces, no sólo pueden no
hollarse la evasión por el ornamento o el recreo de una tensión de fondo en
aras de una mera orfebrería, sino que puede resultar que esa complejidad
constituya una total rendición de cuentas a la intemperie, que subyace a la
conciencia. Entonces la sintaxis no está reflejando un estado de alteridad
controlada por la forma, por la formulación del estilo, sino que involucra
afectivamente, por vía de este enigma acendrado: la materia verbal. Esa
composición elaborada hasta la crudeza, cuando no la sencillez, promueve el
resurgir de fulguraciones afectivas como fuerzas telúricas del substrato
semántico, que permanecerían vedadas a una escritura apenas preocupada por lo
ruptural o la derogación de ciertas normas. La inmediatez de ciertos versos de
Vallejo es un alcance, no una propuesta: el ámbito-umbral de la casa de
infancia, o la franca ternura de ciertas alusiones semi veladas (el adjetivo
«otilinas», por Otilia, relación al parecer muy atesorada por Vallejo), son
puntos móviles. Salidas de marco para un retorno a la gravedad.
Esta casa me da entero bien, entero
lugar para este no saber dónde estar.
No entremos. Me da miedo este favor
de
tornar por minutos, por puentes volados.
El desacato en Trilce, por una vez, una vez más, es el
del lenguaje en pos de la palabra. Chispa seca de la palabra que da lumbre al
lenguaje. Toques, no retoques. Agita su cencerro de paria o su tambor de revuelta,
el poeta: intuye connotaciones en armónicos de sentidos que se cruzan a varios
niveles de la sensación, de la presencia, del pronunciar. Anotando de paso
ciertos esbozos de estallidos que hacen al yo. A la inconsistencia o, al menos,
a la inconstancia del yo.
Lo afectivo pasa en Vallejo por entre los resquicios de la sintaxis. Incluso lo sentimental, rasgado sin embargo, aunque, como se dijo, preservando un cierto claroscuro. Ese claroscuro (premoral) del niño que pregunta por los otros. Y el lenguaje le responde: Soy tu otro. O el de ese encuentro callejero con un viejo amor, con sus dobles y triples fondos de tardes reveladas a medias por olvido y recupero en otra fronda. O la penumbra de angustia minimal de la celda, desde la que se atisban paredes albicantes y se atiende a la bomba de agua del patio de la prisión como a una clave de lo abierto.
La cuestión de la
libertad, tan poco aludida hoy, prevalece en Trilce. Se diría que radicaliza su constancia en un lenguaje que no
neutraliza ninguno de los elementos que lo componen. Procedimientos sintácticos
y criterios compositivos articulan, en rigor, una rítmica acorde a su
librepensar.
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