1
Entre Langston
Hughes y César Vallejo, que no lograron conocerse en vida, negro e indio, y
lectores mutuos, no es difícil encontrar una enorme cantidad de felices
similitudes. Ambos han denunciado a través del espíritu y la forma de sus
escritos la inmovilidad perversa de toda
sociedad cuando ha sido secuestrada a favor de una práctica de autolaceración
sistemática que instrumentaliza hasta lo vano e impune a la persona humana, han
devuelto el ejercicio poético a la constitución biológica y pensante de la cual
ese ejercicio proviene, impulsando sus hallazgos hacia el reconocimiento,
celebratorio pero equilibrado, dolido o desgarrador pero siempre comprometido y
militante, de nuestras posibilidades como especie entre todas triunfante, y ambos
han optado por el destierro, y si trazados por su época intentaron hallar en el
oráculo parisiense, en el oráculo europeo, integralidad o licencia para ejercer
una ciudadanía sin persecuciones, no han sido, como otros, despedazados entre los
engranajes de la insensatez que termina por definir la alienación, como retorno,
o rescate; ambos han reivindicado su derecho a ser autores y orientadores del
mundo que por ellos nos pertenece y que esa insensatez asentada sobre el eco del
antiguo contacto continental intenta a todos usurpar; y han conservado sus
necesarias, irrevocables, indispensables particularidades culturales, pero
esencialmente solidarias en cuanto idénticas
respecto a la bestia primordial gracias a cuyo heroísmo inteligente existen,
las han transformado, las han alimentado y las han hecho vivir.
Tal vez, sin
embargo, todo lo dicho nos hace entrever más al Vallejo universal que al Hughes
acallado por el carácter oficialista y unidimensional de la academia
estadounidense, sobreentendido por la pereza beat de los creadores que de él nutrieron sus palabras, empolvado
en virtud de su aparente lejanía cronológica; tal vez, entre ellos dos lo que
hace a Vallejo sobrevivir con mayor corporeidad es la presencia actuante de un
futuro reconciliado en sus palabras, la enérgica invocación que alude a lo
mejor que en nosotros conservamos de aquél anterior antepasado por cuyo mérito
aun, y felizmente, no hemos sido capaces de, si obedientes al delirio de una
lógica fundada en el avasallamiento que terminaría por digerir nuestro entorno
y a nosotros en él, arrastrarnos con voluntad suicida hacia la consagración de
esa insensatez que persiste en el error histórico; es necesario recordar también
que la literatura como testimonio vital, y si honesto, ya de por sí constituye
materia y acto de transformación, posee desde ya el germen de la revocación,
del encaminamiento, de la creación.
Y, aunque para los
fines de este artículo se mencione solamente a ellos dos: Vallejo y Hughes, ese
rasgo vinculante que los une-el ser humano
como complejo límite de la realidad en constante desarrollo y perfeccionamiento-,
podría llevarnos a las palabras, a los hechos de otros miles de maestros que
apuntalan el gesto de la más sonriente certeza, capítulos de un esforzado historiamiento
en el cual la timidez intelectual, la afligida actitud del verdaderismo involucionista no tendrían ninguna posibilidad de
imponernos sus mediocres adjetivos.
2
Que la coincidencia
de la pubertad con el reconocimiento de la fe sea común a todo grupo humano
organizado al derredor de la tierra y su trabajo e, incluso, su proyección
urbana, no requiere mayores argumentos, lo que ahora nos interesa es la mención
individual y cuestionadora que Hughes hará más tarde acerca de ella, y que
pondría en duda aún su necesaria inclusión entre los suyos: pero no como
rechazo a la negritud, ni siquiera a esa militancia pacifista que muchas veces
detuvo el progreso propio de las comunidades negras estadounidenses, y
americanas en general, en el camino hacia la liberación todavía inconclusa; no,
el carácter universal, universalizante, del testimonio sobre el que
intentaremos reflexionar consiste en la desintegración de esa ceremonia
devocional, el bautismo, que habría de marcarlo, y que, por otro lado, tampoco lo
hace reaccionar orientándose al dios atávico de los tiempos de la libertad -arrancada
varios siglos atrás y a un océano y a un idioma, el que se impuso por económica
imprescindibilidad, de distancia-,para encontrar personalidad moral a quien
Hughes conceda verdad u ofrezca compromiso.
Hughes era un niño
consciente de su época, no lo tendríamos entre nosotros si esta condición
espiritual le hubiese sido ausente, pero no es sólo al niño sino al hombre,
terminado y total, a quien ahora celebramos, hombre que existe en simultaneidad
con todos quienes lleguen a conocerle, a apropiarse de la voz de su palabra;
esta última aclaración se hace necesaria porque nos aproxima a la demostración del
hecho por el cual toda literatura, si, como antes dijimos, es testimonio
honesto y vital, por creador, ostenta
la furiosa, feliz capacidad de ampliar los límites del tiempo en que lo humano
se desenvuelve.
Porque es un rito
cantado aquel que Hughes describe en El
inmenso mar de su autobiografía. Los niños están vestidos de acuerdo al
rigor de la ceremonia, las voces cromáticas de los congregantes y la emoción
del pastor los guiarán hacia la vida adulta que en ese momento empieza,
bendecida por la gracia del dios cristiano a quien esos niños deberán haber visto para ser admitidos
como adultos en el seno de la comunidad, y en función del acto religioso. Rito
que no excedía la apariencia del requisito burocrático –la burocracia de hoy no
es sino una mutación heredera del antiguo canon teocrático que fundara nuestra
convivencia sedentaria, sean los que sean esos dioses a quienes ella ahora
sirva como mediadora, sea cualquiera de los dos extremos del esquema
comunicacional, y en el que todo rito consiste, el objeto de la veneración; el
cazador humano ante la presa, y a la luz del sacrificio, se ejerce como
liberador, posee poder sobre la vida, aún en razón de una supervivencia a la
que no puede renunciar, a la que está sometido-: una ceremonia de
desplazamientos, un pastor intermediador que encabeza la escena con generoso
entusiasmo, una comunidad cantora delante de la cual guarda silencio el
conjunto de esos niños que están llamados a ver
su bautismo, una profusión de atuendos tan instrumentales como sólo las voces y
la fidelidad del músico organista; esa mañana, los lazos impostergables que a
todos conminan esa mañana y, quizás por ellos: específicos y delimitantes, la
injuriada ferocidad del tiempo; y ese ámbito de atracción gravitacional donde
el pastor ejerce como mensajero e intérprete de la divinidad, y al que esos
niños podrán, tendrán que migrar una vez hayan reconocido el milagro de la revelación.
Posee la literatura una
extraña facultad de, al ocuparse de la realidad para exponerla y transformarla,
otorgar a sus escenarios poderío excluyente en relación tanto al tiempo como al
espacio en que esos escenarios existen instituyéndolos como totalidad en la consciencia humana. Así,
incluso la naturaleza terrenalísima de las palabras ha sido sometida a los escenarios
de completa perplejidad ritual que
Hughes describe: el verbo -ver- que
el pastor invoca y del que usa como herramienta central ha opacado al resto de
la andanada semántica, y el ritual que esta sostiene se ha transfigurado en un
éxtasis de compromiso que sólo la acción invisible e inmóvil y restringida a
los hechos de la afirmación cristiana, de la representación (y que en vorágine
comienza a devorar a los presentes: el canto, las palabras que han dejado de
ser palabras, la novedad de la carne que será asimilada a la tradición, la
libertad, el permitido paroxismo de la nueva fe)será capaz de explicar.
Ser como Langston,
un niño consciente, habría implicado en esos tiempos, como en los de hoy, estar
absolutamente des-informado, desligado, desasido con respecto a los rituales
conminatorios para preguntarse y explorar con legitimidad, para ofrecerse a sí
mismo una respuesta poseedora de alguna mínima verosimilitud; y fue, creemos, la cicatriz del desarraigo lo
que hizo a Langston despertar y mirar honestamente aquello que lo rodeaba, lo
sentimos al viajar entre las páginas de la autobiografía que pronto comenzará a
escribir: Hughes no apela al murmullo oblicuo, Hughes no encarna al delator
cómplice de los esclavistas, Hughes no cae en el facilismo idiota y de plato
bajo de la procacidad, hay en sus palabras una frescura universal que se
apodera del lector como actor de permanencia y actualidad humana, y que al
hacerlo reivindica, vivificándola con su respiración, su aliento, su propia
actuación.
Primero uno, después
otro, todos los niños han visto, y
han dado el paso al frente que el ritual requiere para hacerse eficaz
herramienta de socialización, algunos pocos han dudado durante unos minutos
pero han terminado por hacer lo que la comunidad exigía que ellos hicieran,
hasta que sólo permanecen inmóviles Langston y otro niño cuyo nombre ya no
llegaremos a conocer, y el tiempo, imparcial, implacable, irrumpe sobre los
reunidos con urgencia, las voces de las cantantes se elevan con redoblado
fervor, el pastor implora al dios a quien sirve con llorosa humildad, el
organista está envejeciendo más que nunca, lo que eran minutos se ha convertido
en horas, la necesaria distancia ha sido abolida y Langstony el niño último que
lo acompaña sienten el aliento sacrificado de ese pastor bueno que lo único que
espera de ellos es que asuman sus papeles de hombre en la representación consagratoria de sus ciudadanías.
Hughes prescinde
casi con desprecio de narrarnos la historia subsecuente de aquél otro niño que
con Langston espera ver al dios
prometido, permitiéndose los dos extender la habitual duración del rito. Ha
resistido, pero el peso de esa atmósfera le ha sido demasiado: camina, admite,
concede, se restituye a la comunidad,
ha dejado solo a Langston; y entonces,
porque ya solo, porque ya el único, todas las voces de la iglesia funden sus actuaciones
devocionales concentrándose intensa, febrilmente sobre el pobre Langston que no
ve, que quiere ver, que necesita ver con
libertad; habrán sido necesarias unas
horas de espera y crescendo religioso para que Langston sepa lo que tiene que hacer,
finalmente vencido en medio de la celebración, y ateo desde entonces.
Langston deseaba sinceramente
ser testigo de la aparición en su fuero íntimo del redentor cristiano, no
admitirá los límites simplificadores del reconocimiento protocolar que le es
ofrecido. Hay fe en su actitud, pero es otra y está rendida a otro ser: a esas
mujeres que cantan, a los hombres a quienes esos niños enorgullecen, al
organista que suda y encanece, a esos niños y al pastor que, además, es hombre
de generosidad, y que les pregunta si ya
vieron al redentor y va recibiéndolos uno a uno cuando, opacos, y enterados
de antemano, no de lo va a ocurrir, sino de lo que debe ocurrir, deciden ocupar
el lugar previsto para ellos en la ceremonia; es una negación de lo determinado
y puntual esa fe de Langston que al no haber visto al redentor espera hasta que ese redentor se haga visible, y es un cuestionamiento
histórico no de la fe que los objetos humanos de su fe practican (la de
Langston: esas personas a las que se siente idéntico porque está salido del
ámbito de las homogeneidades que harían imposible el acto de la
identificación), sino de la continuidad del tiempo del cual Langston, siente
él, y los otros congregantes forman parte como fugitivos, como vencedores, como
revocadores.
Langston se niega a
pasar al frente al lado del pastor porque, quizás narrado a su vez por un
recordador perspicaz, necesita saber que los siglos de sacrificio en las
plantaciones de la barbarie occidental,
la asimilación cultural, la religión abrazada, pertenecen al acierto histórico
que los educadores, a cuyo cargo él está, predican.
Hughes es consciente
de la enorme responsabilidad que conlleva heredarse a sí mismo y es por eso que
nos obsequia este incidente clarificador, no ya de su propia fortuna, sino de
la del hombre negro en general: Hughes cae sobre el vociferado beneficio de la
civilización que lo ha esclavizado, Hughes está hablando por esos millones de
hombres y mujeres, todos muertos en la inmovilidad que, contradictoriamente, el
rito que ahora Langston se niega a obedecer, consagra. Hughes ha encontrado los
límites poco explorados del principio de la esclavitud invisible, y los ha
encontrado en su pasado, en la fundación de su ciudadanía, en el nacimiento de
su humanidad como acto, como consciencia, como responsabilidad, como baluarte;
y entendemos por él –la suya es voz humana entre otras tantas visionarias y
conscientes, pero imprescindible en cuanto particular- lo que ese rito
religioso esconde: una estructura de poder hábilmente disfrazada por el miedo,
un dialogo entre vencedores y vencidos, la huella de una laceración invisible
sobre la carne viva, la institución de una contienda que enfrenta al ser humano
contra símismo a favor de alguna perversa perpetuación; y podríamos llegar un poco
más lejos, podríamos arriesgarnos afirmar que aquella arcaica sociedad basada
en el culto, organizada en torno a él, y dirigida por sus intérpretes está muy
lejos de haber concluido a pesar de la condición cosmética de los estados que
la encubren, a pesar del credo que sus múltiples expresiones colectivas
proclamen con la buena fe de la
omisión culposa.
Pero Hughes nos ha
permitido encontrar algo más. Mientras aun renuente, Langston se pregunta si merece ver al redentor; Hughes ha reafirmado
para nosotros que esa ciudadanía terrenalizada por la iniciación religiosa se
erige sobre una base de permanente cuestionamiento y censura: su libertad o los
límites de su libertad, como hombre negro -¿quizás porque seguimos hablando en
medio del rumor de una época que todavía no ha conocido final?-, dependerán de
su militancia con respecto a la sumisión cuyo mandato coexiste con la
ciudadanía adquirida; el redentor ha hecho innecesario al capataz, la redención
que Hughes ha rechazado en secreto posee los atributos de una nueva esclavitud
cuyos perpetrado reslucen el mismo rostro que los esclavizados, el acto de ver al redentor implica construirlo, y
la fe, como paradigma de identidad, obliga a llevar a cabo esa construcción
echando mano del propio rostro, de lo que a cada cual caracteriza, la multitud
transfigurada por la redención ha renunciado a los beneficios de una memoria
histórica para imponer sobre sí el peso deshumanizador de la pirámide
esclavista y convenir con ella y reflejarla reconociéndola como exclusiva
definición de su identidad.
3
No hay rito más
poderoso que la guerra. La que comprometió a España entre 1936 y 1939, lo supo
Vallejo –muy por detrás de él, ¡a muchos milenios de distancia!, una orquesta
de cómodos versificadores interpretó esa desgracia de muerte sólo a partir de
lo español, negándose a recuperar desde los escombros sino la insignificante
cuestión nacional-, representaba al ser humano mismo como animal histórico: entre
el fascismo que prometía, -promete: atávico fantasma de la estupidez- la raza y
la tierra: supremos, (exclusivos/excluyentes) y terroríficos límites de humanidad,
y las fuerzas progresistas comprometidas con el adelanto espiritual de los pueblos en marcha hacia la libertad derivada del
bienestar y los frutos inteligentes que esa libertad permitiría conquistar,
entre el pasado y el futuro, entre la bestia, su ferocidad intrínseca, y el ser
humano definido por la esencialidad axiológica de su aventura evolutiva, estaba
de por medio el presente y necesitaba ser redimido; no lo hizo la sangre, que
al final se perdió inútilmente en vista de quién fue vencedor.
Había muerto el
combatiente –el pueblo como víctima atrapada entre dos fuegos, y la materia
domada por el hombre y atacada por la destrucción del hombre, también, y a su
modo, fueron actores en esa guerra, como en todas-,actor por sobre todos los
demás fundamental, instruido en el ladrido de las armas que aquél rito atroz
impuso a sus manos, y lo que quedaban de él era un cadáver en renuencia
humanísima y quien ante él se inclinaba conminándolo a no morir; el rito había
concluido, la vida yacía depuesta a favor de una ciudadanía de muerte, Langston
acababa de descubrir su libertad y ésta no tenía lugar en ninguna sociedad como
no fuera la que congregaba a los cadáveres, Langston era incapaz de ver otro camino que aquel que lo
conducía a la muerte, a seguir muriendo.
Masa, poema
cumbre de la literatura universal escrita hasta nuestros días, constituye el
camino de vuelta que va del desencanto solitario hacia la comunidad antes o a
pesar de ninguna redención y cuyos rostros todos poseen nombre y condición
sagrada por humanos-por humánicos: de algún modo los ritos nos serán
imprescindibles siempre que afirmen la civilización
humana, la de todas las sangres(!)-.
Como en la atmósfera
del bautismo de Hughes, en Masa
también hará falta una suma creciente de todas las voluntades para obtener por
medio de la solidaridad la restitución del cadáver a nosotros, comprometidos y vivientes: todos los hombres de la tierra; y el cadáver que siguió muriendo y que no nos ha sido
sugerido por Vallejo como sufriente de ese morir aquí, o allá, o en España ya que el hecho de morir lo ubica
por sobre toda nacionalidad, por sobre toda territorialidad, en el centro del
mundo, no necesita de identidad racial o nacional ninguna, se ha convertido en
el ser humano mismo atacado por la dentellada de la involución a quien el
pastor, las voces cromáticas, el arte, ruegan, a quien se intenta devolver
desde el error del rito, desde el error de la historia hacia su primordialidad
de cadáver quien, aunque en acto de morir,
se debe además al hecho del amor, comprende la obligación de no yacer derrotado,
comprende su responsabilidad por heredero del heroísmo gracias al cual, todos
nuestros hallazgos, incluso la guerra, como ritual, y el más perverso, fueron
posibles, con el error: para revocarlo, con la esperanza, con el poderío
humanista que nos permite reconocer en el tiempo, en la historia, en nuestra historia, los lazos que vinculan
a Hughes con Vallejo, y a ellos dos con ese primer hombre a quien el cadáver,
que no ha dejado de serlo pero que se concede la libertad de vivir, de ser
Langston Hughes, o César Vallejo, de reconciliar su finitud individual a la
infinitud de una humanidad encaminada hacia el hallazgo feliz de la
supervivencia y la continuidad, hacia el examen cada vez más inteligente de
nuestro misterio espiritual, de su leyes, de sus características, de sus
singularidades, de sus rasgos más inalcanzables, escucha, abraza, y acompaña.
Si ese momento relatado por Hughes consiste en la necesaria desintegración
del rito cuando impone una identidad alienante, espúrea y orientada hacia la
esclavitud, y si Hughes sobrevive a esa desintegración asumiendo lo que en
adelante será un interminable pero fructífero destierro intelectual, Vallejo ha
encontrado el territorio donde ese destierro pondrá pie y sembrará sus frutos
de serenidad, Vallejo ha develado los escenarios de una historia, quizás la
real, quizás aquella que resulta inalcanzable para alguna corriente filosófica,
y que ha ido ocurriendo en simultaneidad con esta otra de violencia y escarnio,
de salvaje degradación en virtud del culto a la propiedad desorbitada: no el
pasado cuando lo apenas adquirido y precario nos inducía al error, nos hacía
incapaces de reconocer al otro como igual, sino el futuro siempre real y marcado por el signo de furiosa felicidad
del hecho solidario y que encuentra y define cualquier axiología como interpretación
de nuestra naturaleza viviente, y a esta como voluntad ordenadora, y que hace
de su evidente sensatez certeza ante la cual ningún descarrío-como aquellos que
se incuban con secreto e indigencia en esos lamentables, irresponsables breviarios
de desolación que giran alrededor de la podredumbre personal, si no del
fascismo más descarado-, podría perdurar.
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